II. La luz de Cristo brilla intensamente en cada uno de nosotros
III. La luz de Cristo brilla intensamente en las familias
IV. La luz de Cristo brilla en las parroquias y el liderazgo parroquial
V. Revisión de las prioridades fundamentales de la misión
VI. Lecciones aprendidas hasta ahora
El año pasado fue diferente a cualquier otro en memoria reciente; 2020 fue un año desorientador y desalentador. Pero como cristianos, la urgencia y el gozo de nuestra misión permanece inalterada. Por eso, sentí la necesidad de “actualizar” mi primera carta pastoral, Una Luz Brillante y Resplandeciente. En esta carta espero compartir con ustedes esa fortaleza que es nuestra en Cristo Jesús y el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, espero reformular una visión compartida de la creación de comunidades parroquiales que sean centros de evangelización de barrios y vecindarios, donde se proclame, enseñe, y celebre a Cristo, y donde se forme y envíe discípulos misioneros.
Sitúo estas reflexiones en la manera en que la luz de Cristo arde intensamente en cada uno de nosotros y en nuestras familias, y en cómo podemos nutrir y compartir esta luz desde nuestro estado particular de vida y nuestra vocación. A partir de ahí, reflexiono sobre cómo la luz de Cristo brilla en y a través de la vida de nuestras parroquias, y de la Arquidiócesis como tal, y reviso seis prioridades pastorales fundamentales para la renovación de la vida parroquial. Luego, explico las lecciones que hemos aprendido a través del proceso de planificación pastoral en curso. A continuación, me concentro en las nuevas necesidades que han surgido. Concluyo con algunos desafíos persistentes para la Iglesia en el mundo y nuestra necesidad de volver a dirigir nuestra mirada a la Eucaristía, y presento los preparativos para un Año de la Eucaristía en la Arquidiócesis de Baltimore. Tengo la esperanza de que estas reflexiones sirvan de guía mientras continuamos con nuestra labor más importante, la de hacer discípulos misioneros y renovar el espíritu del Evangelio en esta Iglesia local.
Antes de comenzar, sin embargo, deseo ofrecer unas palabras de agradecimiento a mis colaboradores de la Arquidiócesis, un equipo que extiende el alcance de mi ministerio y apoya a los párrocos en esta importante labor.
La Sra. Daphne Daly y su oficina trabajan con amorosa perseverancia para avanzar en el proceso de planificación pastoral en curso. De manera similar, estoy agradecido con la Dra. Ximena DeBroeck, Directora interina de Evangelización, y su departamento, el cual está lanzando una serie de talleres sobre el Directorio para la Catequesis recientemente publicado por el Papa Francisco, con el fin de profundizar y renovar nuestros esfuerzos de formación en toda la Arquidiócesis. El Sr. Bill Baird, exdirector financiero de la Arquidiócesis, y más recientemente parte de un proyecto emprendido por la organización Dynamic Catholic conocido como “Dynamic Parish”, ha completado un extenso proceso de consultas que dará como resultado la formación de un equipo de evangelización más ágil. Siguiendo las recomendaciones del Sr. Baird, estoy creando un Instituto para la Evangelización y le he pedido al Sr. Edward Herrera, quien anteriormente ejerció el cargo de Director de la Oficina de Matrimonio y Vida Familiar, que se desempeñe como Director Ejecutivo inaugural del Instituto. Ofreceré más reflexiones sobre este Instituto más adelante en esta carta.
Si queremos evangelizar con integridad, entonces todos nosotros, como comunidad de fe, debemos dedicarnos a la eliminación del racismo. Con ese imperativo en mente, reuní un Grupo de Trabajo de Justicia Racial, dirigido de manera muy competente por la Sra. Sherita Thomas, Directora interina de la Oficina del Ministerio Católico Negro. Con mi aprobación, dos consultores—dos caballeros católicos a quienes conozco desde hace años y cuya fe e integridad son del más alto nivel—comenzaron a ayudar al Grupo de Trabajo de Justicia Racial.
También quiero agradecer al Obispo Bruce Lewandowski, C.Ss.R., nuestro Obispo Auxiliar recientemente ordenado y mi Vicario para los Católicos Hispanos, junto con la Sra. Lía Salinas, Directora de la Oficina para Católicos Hispanos. El compromiso de ambos con la comunidad hispana ha sido nada menos que inspirador, especialmente durante esta pandemia, que ha afectado de manera desproporcionada a la comunidad hispana.
Estoy agradecido por el trabajo incansable del Sr. James Sellinger, Canciller de Educación Católica, y la Superintendente Dra. Donna Hargens, para fortalecer nuestras escuelas católicas. La Dra. Hargens habla a menudo de la misión de las escuelas católicas de proporcionar “una educación centrada en Cristo”, y no podría estar más de acuerdo.
El apoyo a la misión a menudo pasa desapercibido, pero es integral para la prosperidad de los pastorados. Aquí, quiero aplaudir el importante trabajo de los controladores regionales, que nuestro Director Financiero, el Sr. John Matera, ha puesto en marcha, así como el trabajo diligente de la Sra. Ashley Conley, Directora de Finanzas Parroquiales y Escolares. Este grupo de controladores regionales trabaja personalmente con los párrocos, administradores y consejos de finanzas parroquiales para ayudar a las parroquias a lidiar con cuestiones presupuestarias y de personal, así como con otros esfuerzos para controlar los costos sin recortar los servicios. A eso se suma el trabajo del Departamento de Desarrollo y un equipo de directores de desarrollo regional, dirigido por el Sr. Patrick Madden, que ayuda a las parroquias a mantener y aumentar, cada año, las contribuciones del ofertorio. En 2021, más de 100 parroquias participarán en un programa de mejora del ofertorio. Con la ayuda de Partners for Sacred Places, el Sr. Nolan McCoy y la Oficina de Instalaciones han estado trabajando con el Obispo Denis Madden, en el Vicariato Urbano, para estudiar algunas de nuestras instalaciones parroquiales, no solo tomando en cuenta los datos “duros” sino que haciéndolo de un modo que también sea sensible a la historia y las necesidades de los feligreses. De estas y otras formas, los Servicios Centrales de la Arquidiócesis, y las parroquias, trabajan juntos hacia la meta de sostenibilidad de cada uno de nuestros pastorados.
Permítanme también expresar mi más sincera gratitud al Obispo Adam Parker, quien trabaja incansable y eficazmente para coordinar la labor del personal del Centro Católico y por su presencia pastoral en muchas parroquias. También estoy agradecido al Obispo Madden por su servicio continuo y dedicado como Vicario Urbano; a Mons. Jay O’Connor, quien aporta abundante sabiduría y experiencia a su generoso servicio como Vicario Oriental; y al diácono Christopher Yeung, quien tan atenta y fielmente sirve como mi Delegado en el Vicariato Occidental.
Dicho todo esto, les estoy muy agradecido a cada uno de ustedes —clero, ministros laicos, administradores, y todos los fieles— por su lealtad al llamado de Cristo de ir y hacer discípulos.
Hace cinco años, después de extensas sesiones de escucha, emití una carta pastoral titulada Una Luz Visible y Resplandeciente (en adelante, LVR). Mi intención era inspirar y orientar nuestro proceso de planificación pastoral en marcha. A primera vista, puede haber parecido que la planificación parroquial era poco más que un proceso administrativo que conducía al cierre y consolidación de parroquias, en gran parte por razones financieras. No descarto nuestra necesidad de enfrentar realidades tan difíciles en la Arquidiócesis de Baltimore, pero tampoco quiero seguir un proceso meramente administrativo, uno que probablemente deje cicatrices pastorales duraderas. Más bien, al consultar con el clero y los laicos, conocí su deseo de un proceso que tenga sus raíces en el ímpetu misionero del Concilio Vaticano II, un llamado renovado a dar testimonio del Evangelio de Jesucristo, y a hacerlo con nuevo vigor, nuevos métodos y renovada santidad. Esto es lo que los sucesivos papas han llamado “la nueva evangelización”.
Los fundamentos de LVR son irresistiblemente simples. Se evita el lenguaje complejo y, a veces, falto de sensibilidad de un tipo de planificación estratégica demasiado corporativa. Evita el brillo de cambios meramente externos que engendran entusiasmo por un tiempo, pero luego decepcionan y se desvanecen. Más bien, LVR está construida sobre la base de nuestra fe en Jesucristo. En el corazón de nuestra fe no hay una mera idea—por noble o inspirada que sea—sino un encuentro con Jesucristo, nuestro Salvador. Y con la palabra “encuentro”, no me refiero simplemente a un encuentro o una relación casuales, sino a un encuentro de mentes y corazones. Un encuentro con Cristo es ese momento en el que, en el poder del Espíritu Santo, realmente abrimos nuestro corazón a nuestro Salvador, comprendemos la profundidad y la belleza de su amor por nosotros, y nos encontramos transformados para siempre por Él. Cuando esto sucede, vemos las Escrituras y la enseñanza de la Iglesia, la liturgia, nuestra vida de oración y nuestra vida moral de una manera nueva. Lejos de ser una carga, estas cosas se vuelven hermosas y preciosas, y pasan de la periferia de nuestras vidas al centro. Porque cuando nos hemos enamorado de Cristo, nuestra vida adquiere un nuevo horizonte de esperanza que nos permite, incluso ahora, vivir de manera diferente y luchar con entusiasmo por la santidad, es decir, una participación cada vez más profunda en la gloria trina de Dios y en el amor que se entrega a sí mismo.
Permítanme detenerme un poco más en este punto. Hace unos años, Caridades Católicas de Baltimore tituló su informe anual “El Poder de Uno”, que se refiere a la capacidad de cada persona para hacer un mundo de bien. Este proceso de planificación pastoral depende del poder de uno: el poder de Dios para trabajar en, y a través de, cada uno de nosotros. De hecho, es posible que el término “discipulado misionero” nos parezca desconcertante y poco atractivo, hasta que comprendamos lo que el Señor, el Novio de nuestras almas, realmente nos ofrece. Él no solo nos ama genéricamente, sino que nos ama a cada uno de nosotros personalmente, con un amor misericordioso, omnipresente y persistente que busca hacer de cada uno de nosotros un reflejo único de su amor divino. De hecho, esto es lo que Jesucristo busca hacer, en medio del caos de nuestras vidas. El Señor está buscando crear en cada uno de nosotros, en el centro de nuestra existencia, “una luz visible y resplandeciente”, una luz que brille de manera distintiva, de adentro hacia afuera. Jesús no quiere otra cosa sino que seamos “la sal de la tierra” y “la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Dicho de otra manera, Jesús quiere crear en cada uno de nosotros un corazón puro (cf. Sal 51), para que la astucia de nuestro pecado no impida que su luz brille desde lo más profundo de nuestro corazón.
Aquí, una palabra sobre la transformación moral puede ser útil. Para muchas personas, la enseñanza moral de la Iglesia representa un obstáculo, no un camino hacia la fe. A veces, pensamos que el listón está demasiado alto, que vivir de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia en todas sus dimensiones es casi imposible. Esto es especialmente cierto cuando la enseñanza moral de la Iglesia se presenta únicamente como un deber que debemos llevar a cabo “con estoicismo” o, de lo contrario, se descuida o modifica para adaptarse a los tiempos. Por otra parte, el escándalo moral, especialmente por parte de los líderes de la Iglesia, desalienta a muchos de abrazar y vivir la fe, incluidas sus enseñanzas morales.
Sin embargo, una vida santa no es realmente obra nuestra. Más bien, es Cristo obrando en nosotros a través del Espíritu Santo, fortaleciéndonos en nuestra debilidad, ofreciéndonos el perdón, ayudándonos pacientemente a vencer los vicios y a abrazar, con amor, las virtudes. Para la mayoría de nosotros (incluido yo mismo), ésta es una labor ardua, pero se convierte en una labor de amor una vez que nos damos cuenta de que una vida moralmente recta es, en el fondo, una respuesta de amor al Dios que nos amó primero. El propósito de la moral cristiana es que nos convirtamos en reflejos irrepetibles del amor divino. Para ser claros, el amor es primordial. La virtud sin amor le da un mal nombre a la virtud misma. Pero cuando nuestra virtud está impregnada de amor, se vuelve atractiva, incluso luminosa.
A medida que la luz y el amor de Jesús alcanzan nuestras almas, entonces, difícilmente podemos evitar ser discípulos misioneros, seguidores de Jesús cuyas vidas se han convertido en una invitación amorosa para que otros encuentren a Cristo. Como dijo el santo John Henry Newman: “Haz que te predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo, y con la fuerza cautivadora, la influencia compasiva de lo que hago, la evidente plenitud del amor que mi corazón te lleva”.1
El punto que deseo resaltar es este. El Señor llama a cada miembro de la Arquidiócesis a la santidad y al discipulado misionero. Cada miembro de la Arquidiócesis tiene un papel que desempeñar en la revitalización de la vida y misión de la Iglesia. Este trabajo continuo, delineado en el proceso de planificación pastoral arquidiocesana, no pertenece solo a “los expertos”, ni solo al clero, y menos aún es una cuestión de aferrarse a edificios que han sobrevivido más allá del propósito que originalmente tuvieron. Más bien, el Señor nos llama a cada uno de nosotros a ser sus seguidores y a atraer a los demás a sí mismo, a su Evangelio y a la Iglesia mediante una vida de amor radiante. Por lo tanto, el primer lugar donde debe brillar la luz de Cristo es en nuestro corazón.
Un segundo lugar donde la luz de Cristo debe brillar es en nuestras familias. La familia ocupa un lugar central en el plan de amor de Dios para la humanidad. De hecho, el Señor invita a los matrimonios a amarse unos a otros de una manera que se asemeja al amor divino de las Personas de la Trinidad. El amor mutuo y fecundo del esposo y la esposa, el don de sí mismos, es la forma en que Dios quiso que los niños vinieran al mundo, fueran cuidados y nutridos, y crecieran hacia la madurez y santidad. No por casualidad la Escritura comienza con la historia de la primera pareja, Adán y Eva, y cierra con la gran fiesta de bodas del cielo. No por casualidad Jesús nació en una familia amorosa donde se preparó para cumplir la misión para la cual su Padre celestial lo había enviado.
En el plan de amor de Dios, las familias son el lugar donde se debe enseñar, modelar y transmitir la fe. Así como los padres deben velar por el bienestar físico y emocional de sus hijos, también deben ser especialmente diligentes en velar por su bienestar espiritual. Es en el hogar donde se prepara el escenario para que los jóvenes encuentren al Señor, desarrollen una relación de amor y amistad con él, escuchen la llamada a la santidad y descubran su verdadera vocación en la vida de la Iglesia. En la familia, los jóvenes desarrollan las virtudes de la fe, la esperanza y el amor, virtudes que ponen nuestra vida en una relación viva con Dios. El hogar es donde los jóvenes adquieren las virtudes morales fundamentales que conducen a la verdadera felicidad y los distinguen como discípulos del Señor.
Por supuesto, es muy fácil volverse idílico sobre la vida familiar cuando uno no experimenta sus tensiones diarias. En su exhortación apostólica Amoris Laetitia, el Papa Francisco nos recuerda que la Escritura presenta hermosos retratos de la vida familiar. Nuestro Santo Padre también nos recuerda que la Biblia no evita retratar el sufrimiento y la desolación que sufren las familias cuando son desgarradas por la guerra, el exilio y la injusticia.
No es necesario que les diga que hoy en día las familias están sometidas a un gran estrés y experimentan mucho dolor. Demasiadas familias en la Arquidiócesis de Baltimore enfrentan la tensión económica del desempleo o el empleo mínimo. El ritmo acelerado de la vida desgarra la estructura de la familia, dejando muy poco tiempo para que sus miembros formen relaciones de amor profundas y duraderas. Lamentablemente, nuestra cultura fomenta comportamientos pecaminosos y egocéntricos que son el polo opuesto del amor generoso. La fidelidad, el compromiso y la perseverancia parecen escasear en un mundo que cambia rápidamente, donde las relaciones temporales y transaccionales están de moda. Agregue a eso el estrés que el coronavirus ha impuesto a las familias que ahora se encuentran tratando de mantenerse bien, trabajar en el hogar, educar a sus hijos en casa, y hacer frente a estar juntos en lugares cerrados cada hora del día.
Además, debido a decisiones personales, circunstancias distintas, y una variedad de otros factores sociales, la estructura de la vida familiar varía. Por ejemplo, hay familias mixtas y familias monoparentales. Estas familias pueden ser lugares de fe, amor, estabilidad y seguridad. Muchos padres solteros se esfuerzan con heroísmo por criar a sus hijos en la fe. Sin embargo, como nos recuerda el Papa Francisco, no debemos nunca relajar nuestros esfuerzos para promover el matrimonio sacramental tal como lo enseñó Cristo y lo entiende la Iglesia. Con razón, el Papa nos insta a encontrar un lenguaje apropiado y emplear enfoques efectivos para ayudar a los jóvenes a abrirse al matrimonio sacramental y a una vida familiar estable, no como un ideal abstracto, sino concretamente, como una vocación que es alcanzable y que da vida.2
Sin embargo, a pesar de todos sus desafíos, la familia es el único camino a seguir para la raza humana y para la misión de la Iglesia. Cuando la luz de Cristo brilla intensamente en nuestras familias, ellas se convierten en una fuente de luz y amor para la Iglesia y la sociedad en general. Cuando la luz de Cristo brilla en el corazón de nuestras familias, ellas se convierten en iglesias domésticas donde Cristo está en el centro. Hace años, el padre Patrick Peyton, C.S.C., dijo la famosa frase: “La familia que ora unida permanece unida”. Sus palabras siguen siendo ciertas. Familias que se toman el tiempo para orar juntas, que crecen juntas en la fe y viven el Evangelio con alegría y generosidad, aunque no eviten las dificultades y el sufrimiento, a menudo en esos momentos su fe y amor resplandecen aún más.
Un tercer lugar donde la luz de Cristo debe brillar intensamente son nuestras parroquias. El Papa Francisco se refiere a la parroquia como “una familia de familias”, enseñándonos así que cuanto más fuertes y vibrantes sean nuestras familias católicas, más fuertes y vibrantes serán nuestras parroquias. Sin duda, las parroquias son “familias” en un sentido análogo; eso significa que los feligreses han de experimentar en nuestras comunidades parroquiales los rasgos de una familia de amor. El liderazgo pastoral basado en el amor puede y debe fomentar un sentido de pertenencia y participación entre los feligreses, permitiendo que los lazos de fe y caridad florezcan en una amplia gama de ministerios y servicio a los necesitados. Esta atmósfera familiar ayuda a crear unidad arraigada en el encuentro con Jesucristo, en la adoración reverente y en el compartir la fe. Ella ayuda a romper los temores y ansiedades de quienes desean volver a la práctica de la fe, crea un clima propicio para el diálogo y la comprensión, y estimula el espíritu misionero. Por el contrario, cuando una parroquia da una sensación “institucional”, puede ser fría y desagradable, lo que incita a los feligreses a buscar alimento espiritual en otra parte o, lamentablemente, a dirigirse hacia la salida, quizás para nunca regresar.
El liderazgo de los ministros ordenados
El liderazgo es crucial para formar comunidades parroquiales cálidas y vibrantes. Estoy profundamente agradecido a mis compañeros obispos, sacerdotes y diáconos que se han comprometido con la misión de evangelización en esta Arquidiócesis. Sin embargo, también soy consciente de que la misión que se nos ha confiado a veces parece abrumadora, fuera de nuestro alcance, especialmente en tiempos difíciles como estos. Es muy fácil desanimarse por las cargas administrativas, por los vientos económicos en contra, así como por las críticas mordaces y la aparente indiferencia de muchas personas hacia el mensaje del Evangelio que con tanta urgencia deseamos transmitir. En otras ocasiones, nos sentimos como si estuviéramos solos, sin el apoyo de nuestros compañeros del clero o de nuestro pueblo. Sin embargo, como fieles ordenados para proclamar el Evangelio, la luz de Cristo debe brillar intensamente en nosotros, y a través de nosotros, en las familias parroquiales a las que la Iglesia nos ha llamado a servir.
¿Cómo podemos asegurarnos de que las tinieblas de la debilidad y el desánimo no superen la luz de Cristo plantada en nuestros corazones por el Espíritu Santo en el Bautismo y la Confirmación, y renovada en nosotros a través del Sacramento del Orden Sagrado? La respuesta evangélica a esa pregunta nos pide preferir, frente a todo lo demás, lo único que es necesario (Lc 10:38-42), es decir, la oración sostenida diaria en la que escuchamos la voz del Señor. Como recordarán, cuando Jesús visitó la casa de Marta y María, Marta se ocupó de los detalles de la hospitalidad, mientras que María se sentó con Jesús y escuchó “las palabras de espíritu y de vida” que él pronunciaba (Jn 6:63). A menudo, aquellos de nosotros en el ministerio ordenado podemos parecernos más a Marta que a María. Podemos ocuparnos de los detalles del ministerio parroquial hasta que nos cansemos y nos desanimemos y nos encontremos “sin fuerzas”. La única manera de mantenernos jóvenes y vibrantes en el ministerio es la oración diaria en la Presencia del Santísimo Sacramento. Si queremos predicar de manera convincente, exhibir amor pastoral y experimentar apoyo y amistad, entonces debemos pasar una hora al día adorando al Señor Eucarístico, permitiendo que su corazón hable al nuestro, reparando nuestros pecados y permitiendo que Jesús profundice su amistad divina con nosotros. Cuando pasamos este tiempo de silencio, lejos de cualquier otra distracción, experimentamos más profundamente el amor sacerdotal de Cristo por nosotros. Cuanto más oramos, más cobran vida para nosotros las Escrituras y nuestra Tradición Católica, y más nos convertimos en testigos—no solo en maestros—de la fe. Solo si nuestra fe eucarística está viva podemos convencer a los católicos no practicantes de que regresen a la Santa Misa el domingo.
Una parte integral de la oración diaria de los ministros ordenados es la Liturgia de las Horas. Nos comprometimos a rezar el Oficio Divino en la ordenación, pero a veces esta oración diaria de la Iglesia queda relegada. Sin embargo, qué consuelo es cuando rezamos los Salmos con atención, permitiéndoles reflejar la verdad y el amor de Cristo, experimentándolos como una caja de resonancia para nuestros muchos estados de ánimo y preocupaciones. Qué consuelo es leer y estudiar las Escrituras continuamente y beneficiarse de la sabiduría de los grandes escritores espirituales de la Iglesia. Pocos recursos enriquecen más nuestro ministerio que la Liturgia de las Horas.
Así como “la Escritura es el alma de la teología”3, la Escritura también es el alma de la predicación, la evangelización y la catequesis. Si queremos dedicarnos a nuestro “trabajo de evangelizador” (2 Timoteo 4:5), entonces debemos sumergirnos en la Sagrada Escritura estudiando cuidadosamente los textos sobre los que predicamos, participando en la lectio divina y aprendiendo a escuchar la voz de Cristo en toda la Escritura. Nunca subestimemos el poder de la propia Palabra inspirada de Dios para mover y abrir mentes y corazones a las buenas nuevas de la salvación.4
Como peregrinos en el camino de la salvación, a veces resbalamos y caemos. Una dirección espiritual sólida y la recepción fructífera del Sacramento de la Reconciliación son cruciales. En estos momentos de gracia, el Espíritu Santo trabaja horas extra, por así decirlo, para “crear en nosotros un corazón limpio” (Sal 51), un corazón que refleje más perfectamente la luz y el amor de Cristo, que debe brillar en y a través de nosotros cuando predicamos la Palabra, celebramos los sacramentos y guiamos a nuestras comunidades parroquiales con amor. Para mucha de nuestra gente, el Sacramento de la Reconciliación es la puerta de entrada con la que regresan a la práctica de la fe. Nuestra propia dependencia de este Sacramento de la Misericordia nos permitirá hablar personalmente de sus beneficios en nuestra vida espiritual, y nos impulsará a ser tan generosos y misericordiosos como sea posible al administrarlo.
De manera similar, los grupos de oración juegan un papel importante en apoyarnos en el ministerio. Pienso en los muchos grupos de Jesu Caritas en la Arquidiócesis y en otras reuniones de oración menos formales. La encíclica del Santo Padre, Fratelli Tutti, subrayó la solidaridad, la fraternidad que es nuestra en Cristo Jesús, como seres humanos, como discípulos y, de hecho, como diáconos, sacerdotes y obispos. Necesitamos ayudarnos unos a otros a crecer en santidad y en el coraje y la fuerza necesarios para nuestra misión.
Indispensable en nuestra vida es la devoción a la Santísima Virgen María. Ella nos acompaña cada vez que oramos, porque busca dar a luz a Cristo en nosotros. Ella, “que escuchó la palabra de Dios y la guardó” (Lc 11:28), ora para que nosotros también escuchemos y acatemos la Palabra que debemos predicar. Así como desde la Cruz Jesús confió su Madre María a Juan, el Discípulo Amado, así también Jesús nos confía a María como nuestra Madre espiritual. Que ella, que presenció el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés, ore por un nuevo derramamiento del Espíritu sobre nosotros y nuestros colaboradores.
A medida que nuestra vida de oración crece rápidamente, algunas cosas que antes estaban veladas se vuelven claras. Una de ellas es nuestra tendencia—tuya y mía—de pensar demasiado y complicar excesivamente la evangelización. Quizás derramamos demasiada tinta al describir qué es y cómo debe hacerse. Como resultado, la evangelización puede parecer algo tan grande que llegamos a la conclusión equivocada de que está fuera de nuestro alcance, o que es mejor dejarla en manos del clero más joven, o ponerla únicamente en manos de los ministros laicos. Sin embargo, a medida que crecemos en la amistad con Jesús y abrimos nuestro corazón al Espíritu Santo, podemos discernir un llamado a usar nuestro tiempo y energía de manera diferente, dedicando menos tiempo a las reuniones internas y los detalles de la administración, mientras dedicamos más tiempo al trato personal con los feligreses.5 Esto incluye a quienes participan regularmente y a los que vienen solo periódicamente, así como a los que parecen haberse ido para siempre.
Por ejemplo, durante esta pandemia, algunas parroquias establecieron “árboles telefónicos” con el objetivo de contactar a cada feligrés personalmente. En la mayoría de los casos, fue un proyecto conjunto del párroco, el personal y los voluntarios laicos. El contenido de esas conversaciones era simple: “¿Cómo estás? ¿Qué podemos hacer para ayudar? ¿Algo que te gustaría compartir?” Cuando era niño, el párroco o sacerdote asociado visitaba las casas de los feligreses todos los años. Esas visitas duraban quizás media hora, pero me causaron una profunda impresión. Más de una vez, los sacerdotes me preguntaron si yo también quería ser sacerdote. Mamá y papá se sintieron apoyados en su responsabilidad de cuidar a mi hermano mayor con necesidades especiales. Ellos solían hablar de lo bendecidos que eran por tener sacerdotes que los conocían personalmente y se preocupaban por ellos.
En algún momento la práctica de visitar los hogares de los feligreses parece haber entrado en desuso, tal vez porque es difícil encontrar gente en casa o porque hay menos sacerdotes que antes. Sin embargo, ¿no sería maravilloso si, cada año, todos los feligreses, activos o inactivos, recibieran una llamada personal o quizás una invitación a una reunión por Zoom? De hecho, cuanto más nos mantenemos en contacto con los feligreses, y nos comunicamos con ellos personalmente, es más probable que permanezcan o se vuelvan activos en la vida y misión de la parroquia. Es cierto que, al hacer contactos personales, algunos pueden llenarnos el oído de quejas y comentarios, o rechazar nuestros esfuerzos. Por eso necesitamos una vida sana de oración y por eso necesitamos apoyarnos unos a otros.
El liderazgo de los laicos
Una de las principales responsabilidades de un pastor es formar un equipo cohesionado de colaboradores motivados por la misión. Estoy muy agradecido con ustedes, hombres y mujeres dedicados, miembros del laicado y aquellos en vida consagrada, que sirven en el personal parroquial como evangelizadores, catequistas, educadores, ministros de caridad y justicia, y mucho más. Ya sea que su equipo parroquial sea grande o pequeño, pagado o voluntario, ustedes juegan un papel fundamental en el cumplimiento de la misión parroquial. Esta realidad fue especialmente evidente durante los últimos diez meses, cuando muchos de ustedes desarrollaron oportunidades de ministerio virtual, y rápidamente aprendieron nuevas habilidades para transmitir misas en vivo para feligreses bajo órdenes de quedarse en casa.
Como saben, un sello distintivo de la renovación parroquial es un equipo de líderes saludable y funcional. Bajo la dirección del párroco, estos equipos colaboran en el trabajo interminable de ayudar a crear comunidades parroquiales vibrantes en la fe, la adoración y el servicio. En tales equipos, la colaboración debe ser el lema. No hay lugar para “silos” o competencias exclusivas. En lugar de un “equipo de rivales”6, necesitamos ser “un equipo de discípulos misioneros”, animados por un amor compartido por Cristo Jesús, un amor que a su vez compartimos con cada feligrés de manera individual. Ese mismo amor se expresa en un deseo compartido y apasionado de crear comunidades parroquiales que sean evangelizadas y evangelizadoras. De este modo, el proceso de planificación pastoral en curso da el fruto bueno y duradero del Evangelio (cf. Jn 15:6). Sé que muchas parroquias ya han adoptado este modelo colaborativo de ministerio parroquial y están trabajando para formar y fortalecer estos equipos.
La argamasa que mantiene unidos a estos equipos y les da fuerza para la misión es también la oración, tanto individual como en equipo. Lo que he dicho sobre la oración y espiritualidad del sacerdote también se aplica, mutatis mutandis, a ustedes, queridos amigos religiosos y laicos, que son parte esencial del liderazgo parroquial. A través de la oración diaria y sostenida, y los sacramentos, la luz del Evangelio brilla en y a través de ustedes, mis colaboradores en la viña, mientras dan testimonio unido de la verdad y el amor de Jesús entre nosotros. Les ruego encarecidamente, como debo instarme a mí mismo a diario, a que dediquen un tiempo decisivo para la oración, la lectura de las Escrituras, la adoración eucarística y las devociones marianas. Su vida de oración tiene un impacto tremendo en cómo cumplen con su ministerio, e influye en las muchas personas a las que sirven con tanta generosidad. Y, parafraseando al Padre Peyton, “¡Un equipo parroquial que reza unido, permanece unido!”
Existen herramientas fácilmente disponibles para ayudar tanto a la Arquidiócesis como a sus parroquias a formarse para el ministerio de evangelización. Entre ellas tenemos el nuevo Directorio para la Catequesis, elaborado por el Pontificio Consejo para la Evangelización. El documento busca cerrar la brecha entre evangelización y catequesis (cf. infra, nota al pie 7), y ayudar a los líderes parroquiales a comprender más profundamente la visión de la evangelización que nos presenta el Papa Francisco en su fundamental encíclica, La Alegría del Evangelio, en la que se basó la LVR. De hecho, este nuevo Directorio retoma muchos de los temas que se encuentran en la LVR, incluida la evangelización como base de todo ministerio, la necesidad de ir más allá del “siempre lo hemos hecho así”, el arte del acompañamiento, la conversión misionera y el papel crucial del proceso del RICA.
Cada laico
Como mencioné anteriormente, con demasiada frecuencia la tarea de la evangelización se deja en manos de los llamados expertos, pero la auténtica renovación de nuestras parroquias exige el compromiso de todos los laicos. En 2012, basándose en la teología del Concilio Vaticano II, el Papa Benedicto XVI hizo una declaración extraordinaria: “La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad especialmente respecto al papel de los laicos en la Iglesia, que no se han de considerar como ‘colaboradores’ del clero, sino como personas realmente ‘corresponsables’ del ser y del actuar de la Iglesia.”7 Se puede hablar mucho sobre este tema, tanto desde una perspectiva práctica como teológica8, pero el punto central es que los laicos, precisamente como laicos, juegan un papel único e insustituible en la vida y misión de la Iglesia. Lejos de ser receptores pasivos de los sacramentos, los laicos son bautizados y enviados al mundo como sacerdotes, profetas y reyes.9 Por tanto, todo miembro de la Iglesia debe acoger la luz de Cristo e irradiar esa luz en toda circunstancia.10
Es más, una evaluación honesta de la Iglesia actual encontrará que algunos de los esfuerzos de evangelización más efectivos son dirigidos por laicos y operan más allá de los ministerios que la Iglesia patrocina oficialmente. Sin embargo, tales ministerios no operan en el vacío, sino que buscan involucrar a las comunidades parroquiales para ayudarlas a ser más vibrantes, valorando y haciendo uso de los dones específicos de cada laico.11 Ya sea que una parroquia participe o no en tales esfuerzos, cada parroquia debe crear un ambiente de apoyo que invite a los feligreses a discernir sus dones y a ponerlos generosamente al servicio de la Iglesia. Del mismo modo, debemos ser incansables en alentar los esfuerzos de evangelización de persona a persona.12 De esta manera, nos hacemos corresponsables de la misión evangelizadora de la Iglesia.
Un ejemplo concreto de tal corresponsabilidad es el Consejo Pastoral Arquidiocesano recientemente restablecido, con representantes de toda la Arquidiócesis, y en quienes confío para recibir orientación continua. Además, en mis recorridos por la Arquidiócesis, tengo claro que el Espíritu Santo es generoso al distribuir sus dones espirituales entre nuestros feligreses. Al mismo tiempo, debemos tener el atrevimiento de rogarle al Espíritu que derrame continuamente sobre nosotros esos dones, y que nos conceda la sabiduría para emplearlos bien. Queda mucho trabajo por hacer, pero seamos claros: sólo en la comunión con Cristo y unos con otros (koinonia) se cumple la obra evangelizadora.
Más dimensiones del ministerio parroquial
A medida que nos adentramos más en este proceso de planificación pastoral, nuevos imperativos emergen en nuestra misión y aparecen más claramente enfocados. Entre ellos están: 1) la importancia de una evangelización y catequesis sólidas; 2) la necesidad de combatir el racismo; 3) el crecimiento de la comunidad latina entre nosotros; 4) la necesidad de evangelizar a los católicos más jóvenes y a los católicos descontentos; 5) la práctica de una caridad que da testimonio de Cristo.
Primero, quiero resaltar la importancia de la evangelización y la catequesis sólidas. A la luz del nuevo Directorio para la Catequesis y otros documentos del magisterio del Papa Francisco, es hora de que echemos un vistazo a los programas de formación en la fe de nuestras parroquias, incluida la preparación para los sacramentos de iniciación, y otras formas de evangelización y catequesis. A pesar de nuestros mejores esfuerzos, en muchos casos hemos catequizado pero no evangelizado eficazmente a los fieles. La evangelización y la catequesis son esenciales y están interconectadas, pero son distintas.13 No dudemos en preguntar qué enfoques son efectivos y cuáles no. En lugar de diluir nuestro mensaje y nuestra enseñanza, consideremos cómo podemos presentar una imagen más amplia de la verdad y la belleza de la fe, la adoración y el servicio de la Iglesia, especialmente a nuestros jóvenes, a sus padres y a los adultos jóvenes. Necesitamos preguntar cuántos de los que reciben la Primera Reconciliación, la Primera Comunión y la Confirmación luego continúan practicando su fe. Confiando en la gracia de Dios derramada sobre nosotros en oración, debemos aprovechar las mejores prácticas y recursos disponibles para ayudarnos a servir de la manera más eficaz posible a las familias y los jóvenes confiados a nuestro cuidado.
En este sentido, permítanme agregar unas palabras sobre el Rito de Iniciación Cristiana de Adultos. Cada año, un buen número de adultos ingresa a la Iglesia. Algunos son catecúmenos, hombres y mujeres no bautizados que buscan unirse a Cristo y a su Iglesia. Otros ya están bautizados, pero buscan la plena comunión con la Iglesia. Si bien nos regocijamos de que se presenten para la iniciación, también nos preocupa que muchos, aparentemente, no perseveren en la fe. Esto plantea la cuestión de si están verdaderamente evangelizados y catequizados, y qué tipo de seguimiento (mistagogía) se les ofrece. Solo tenemos que pensar en los extremos a los que llegan las empresas para mantener a sus nuevos clientes para tener una idea de lo difícil que es retener a aquellos a quienes hemos iniciado.
Mientras estamos en el tema de la formación cristiana, quisiera agregar unas palabras sobre el papel que cumplen nuestras escuelas católicas en la evangelización y catequesis de los jóvenes y sus familias. Nuestras escuelas católicas juegan un rol indispensable en ayudar a los padres a educar a sus hijos en la fe; de hecho, nuestras escuelas ayudan a los padres en el cumplimiento de su responsabilidad como “los primeros maestros de sus hijos en los caminos de la fe” (Rito del Bautismo). Sin embargo, las escuelas enfrentan desafíos cada vez mayores en este sentido. Algunos padres envían a sus hijos a escuelas católicas, pero no los llevan a misa los domingos ni refuerzan en casa la fe que se enseña en la escuela. Además, un buen número de los niños a quienes educamos no son católicos, y aunque no debemos hacer proselitismo, ellos también deben tener la oportunidad de encontrar la luz de Cristo durante su educación. También existe la necesidad de una colaboración cada vez más fuerte entre las parroquias y las escuelas para llegar a todos los padres de la escuela. Juntos, debemos hacer nuestro mejor esfuerzo para evangelizarlos y catequizarlos, para ayudarlos a ver que es en su mejor interés, y en el de sus hijos, hacer de sus hogares santuarios de amor y vida, lugares de oración. Como se señaló anteriormente, es en nuestros hogares donde los jóvenes se forman en la fe y en las virtudes que darán forma a su futuro, en este mundo y en el próximo.
Segundo, si realmente esperamos evangelizar, es decir, extender el mensaje del Evangelio a todas las personas dentro de nuestras parroquias, entonces debemos limpiar nuestras comunidades de todo vestigio de racismo. Esto es algo que debemos hacer, no porque esté de moda o porque haya habido disturbios en nuestras calles, sino porque Jesucristo ha revelado la dignidad inviolable de cada persona y nos llama a fomentar el bien común tanto en nuestra Iglesia como en la sociedad en general.
La Arquidiócesis ha tomado una serie de medidas a este respecto. Hace dos años, hice pública una carta pastoral titulada El Viaje Hacia la Justicia Racial.14 Esa carta describía los pasos que nosotros, como Arquidiócesis, debemos tomar para admitir el hecho de la participación de la Iglesia en la esclavitud y Jim Crow, y el racismo latente que persiste entre nosotros incluso hasta el día de hoy. A menudo, las actitudes racistas se instalan en nuestras mentes y corazones sin que seamos plenamente conscientes de ellas. Ahora es el momento de deshacernos de esas actitudes para que podamos reflejar más plenamente la luz y el amor de nuestro Salvador, y para que seamos ejemplo de la justicia racial que deseamos ver en la comunidad cívica.
Con esto en mente, reuní un Grupo de Trabajo de Justicia Racial que está desarrollando un plan estratégico para erradicar el racismo, un plan que depende de la auténtica conversión de nuestros corazones como individuos y como una comunidad de la Iglesia. Actualmente, el Grupo de Trabajo está haciendo propuestas a la Arquidiócesis y a nuestras comunidades parroquiales sobre cambios en las políticas y prácticas que permitirán a la Iglesia reflejar mejor su enseñanza sobre la dignidad humana y el bien común. Agradezco a los miembros del Grupo de Trabajo y también a los católicos negros de toda la Arquidiócesis por compartir sus dones, su cultura y, de hecho, por desafiar a esta iglesia local a mejorar.
Entre las muchas lecciones aprendidas, tenemos esta: aunque nuestras comunidades parroquiales tienden a ser diversas, no debemos dar por sentado que todos se sienten bienvenidos. En la siguiente sección de esta carta pastoral revisaré, entre nuestras prioridades de la misión, la de la hospitalidad. Si una parroquia toma en serio la hospitalidad radical, no dejará lugar para ninguna forma de discriminación racial y quedará muy claro que las personas de todas las razas y orígenes étnicos son realmente bienvenidas e invitadas a participar plenamente en las actividades y ministerios parroquiales.
Un tercer fenómeno es el rápido crecimiento de las comunidades latinas. La Arquidiócesis de Baltimore tiene una rica historia de diferentes expresiones culturales del catolicismo, y nuestros hermanos hispanos no son una excepción. En casi todos los sectores de la Arquidiócesis, el número de católicos latinos está aumentando rápidamente. Las parroquias que históricamente no han tenido un número considerable de latinos bien pueden descubrir que esto ha cambiado. En consecuencia, cada vez más parroquias necesitarán dar la bienvenida a nuestros hermanos en Cristo como parte de la comunidad, proporcionando, en la medida de lo posible, un ministerio hispano sólido. Esto es más que ofrecer la Santa Misa en español. También implica ofrecer otros servicios y ministerios en español y de una manera que respete los dones únicos que las culturas hispanas traen a nuestra Iglesia local. Aquí quiero ofrecer una palabra especial de aliento y agradecimiento a mis hermanos en la fe de origen latino. Su presencia cada vez mayor y sus dones espirituales son una gran bendición que fortalece la vida de toda la Arquidiócesis.
Una cuarta y muy importante dimensión de la actividad misionera parroquial es el llegar a los católicos descontentos, así como a los “millennials” y los católicos de la Generación Z. Lamentablemente, la mayoría de los católicos bautizados ya no practican la fe con regularidad. De hecho, numerosos estudios publicados por el Centro de Investigación Aplicada en el Apostolado (CARA, en inglés) y el Centro de Investigación Pew resultan en una lectura deprimente. Ya se han mencionado las razones del descontento entre muchos católicos, incluido el comportamiento escandaloso por parte de los líderes de la Iglesia y la confusión sobre las enseñanzas y la misión de la Iglesia. Otros católicos dejaron de practicar porque su fe no estaba profundamente arraigada, o por la influencia de la cultura, o por simple hastío. Sin embargo, sorprendentemente, muchos de estos católicos simplemente están esperando una invitación para regresar, para “venir y ver” (Jn 1:39). Otros pueden encontrar convincente el testimonio de hermanos católicos laicos. Otros más pueden simplemente querer que sus dificultades y quejas sean escuchadas de manera amistosa y no defensiva. Esta es una labor ardua y requiere trabajo en equipo por parte del clero y los laicos, junto con una oración perseverante.
Hay mucho que decir sobre cómo atraer a la fe a los “millennials” y a los católicos de la Generación Z. Muchos de estos católicos crecieron en hogares donde la práctica de la fe era, en el mejor de los casos, tenue. Sin embargo, también hablo con muchos padres que ciertamente hicieron todo lo posible y oran ansiosamente y esperan el regreso de su hijo a la Iglesia. Desafortunadamente, muchos jóvenes alcanzaron la mayoría de edad en una cultura y un sistema educativo secular que a veces ignora o tergiversa la historia, la enseñanza y las contribuciones culturales de la Iglesia. Además, las generaciones más jóvenes alcanzaron la mayoría de edad en una cultura que, en muchos aspectos, no está abierta al valor de la fe religiosa. Dicho esto, sin embargo, sería un error subestimar la apertura de los jóvenes a la autenticidad, o su búsqueda de sentido, o su deseo de marcar una diferencia en la sociedad. Dicho de otra manera, hay más puntos en común entre la Iglesia y la juventud de hoy de lo que a menudo se piensa. Necesitamos encontrar y establecer este terreno común y aprovechar los dones que Dios ha confiado a las generaciones más jóvenes.15
Esto requiere que prestemos mucha atención a los jóvenes que todavía frecuentan nuestras parroquias. Como dijo el Papa Francisco, “Una Iglesia a la defensiva, que pierde la humildad, que deja de escuchar, que no permite que la cuestionen, pierde la juventud y se convierte en un museo.”16 Necesitamos construir lazos de confianza y ofrecer oportunidades de formación en la fe, junto con iniciativas para servir a los pobres y vulnerables. En el camino, debemos facilitar la conversión continua y ofrecer momentos para encontrar al Señor Jesús. También necesitamos equipar a los jóvenes adultos para dar testimonio a otros jóvenes de Cristo, “el poder y la sabiduría de Dios” (1 Co 1:24), y de la verdad y la bondad de la fe. En pocas palabras, mis lectores adultos jóvenes, estamos escuchando y deseamos caminar juntos en este camino hacia la belleza plena de la vida de adoración de la Iglesia.
Permítanme mencionar otro imperativo, a saber, el compromiso de cada comunidad parroquial con las diversas formas de ministerio práctico y caritativo para los enfermos, los pobres y los vulnerables.17 Muchas, si no la mayoría, de las parroquias ya participan en tales ministerios de amor y servicio. Otras colaboran con Caridades Católicas de Baltimore en sus amplios programas de servicios sociales y caritativos. Durante la pandemia actual, varias parroquias han encontrado formas de intensificar dichos ministerios. Centrémonos por un momento en su significado. En Mateo 25, Jesús nos recuerda que lo que hacemos por “el más pequeño de estos”, lo hacemos por él. Jesús se ha identificado con aquellos a quienes el mundo tan frecuentemente ignora. Además, el Papa Francisco ha elevado para toda la Iglesia la figura del Buen Samaritano.18 El Santo Padre nos enseña a ver a Jesús como el Buen Samaritano que se detiene en el camino de la vida para atender a los necesitados. Desde estos dos puntos de vista, podemos ver que, a medida que las comunidades parroquiales llevan adelante ministerios de caridad y servicio en favor de los necesitados, estas comunidades de hecho están dando testimonio de Cristo. San Juan Pablo II habla así de “una caridad evangelizadora”, una caridad que da testimonio de nuestra fe en Cristo.19
Antes de concluir esta sección, permítanme agregar una observación adicional. Si una parroquia es “una familia de familias” (como se indicó anteriormente), entonces la Arquidiócesis es una familia de parroquias. El punto que quiero enfatizar aquí es el mismo que enfatizó el Concilio Vaticano II, a saber, la Iglesia es una comunión.20 En la agitada vida parroquial, puede ser fácil para un equipo parroquial volverse competitivo con respecto a las parroquias vecinas y, de hecho, frente a la Arquidiócesis como tal, y viceversa. Sin embargo, solo cuando trabajamos juntos como iglesia local, la misión evangelizadora realmente tiene éxito. Porque la naturaleza misma de la Iglesia es ser una comunión de personas enraizada en la comunión que es la Trinidad.21 Esto significa que debemos eliminar, tanto como la gracia de Dios lo permita, la mentalidad de “nosotros contra ellos” que consume tanta energía que, de lo contrario, deberíamos usar para la misión. Especialmente en estos días desafiantes, debemos suplicar constantemente al Espíritu Santo que “formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu” (Plegaria Eucarística III), una comunión de vida y amor a través de la cual la luz de Cristo resplandece, no solo aquí o allí, pero en toda la ciudad de Baltimore y los nueve condados de Maryland que componen la Arquidiócesis. Es más, a medida que la luz de Cristo brilla intensamente en nuestra Arquidiócesis, fortalecemos la Iglesia universal de la cual la Arquidiócesis es una encarnación local única.22
Instituto para la Evangelización
Es por todas estas dimensiones y más que he decidido crear un Instituto para la Evangelización. Lejos de ser una mera colección de ministerios, por importantes que sean todos, este Instituto existirá fundamentalmente para animar la obra evangelizadora de la Iglesia local. La evangelización requiere establecer relaciones y la construcción de relaciones será precisamente la labor del Instituto. Para ello, el Instituto constará de cuatro componentes: Equipos Emaús; la Oficina de Ministerio para Familias, Jóvenes, y Jóvenes Adultos; la Oficina del Culto Divino; y la Oficina de Vida, Justicia y Paz. El concepto de “Equipos Emaús” es bastante novedoso, pero no sin fundamentos bíblicos. El episodio de los discípulos en el camino de Emaús se ha convertido para muchos en modelo de acompañamiento, y con razón. El Señor se presenta en medio de ellos y camina junto a ellos (cf. Lc 24: 13-35), y el Señor no nos envía a hacer esta obra solos, sino que nos envía de dos en dos. (Cf. Mc 6: 7; Lc 10: 1). Este “equipo” funcionará entonces como un equipo de equipos, cada uno integrado por un entrenador que se especializa en salud organizacional y otra persona que tendrá gran experiencia en el arte de la evangelización. Cada pastorado tendrá un Equipo Emaús disponible para apoyar sus esfuerzos evangelizadores y fortalecer su equipo de liderazgo. Las otras oficinas trabajarán en estrecha colaboración con los equipos de Emaús para garantizar que su trabajo y los servicios que ofrecen estén siempre dirigidos a apoyar a los pastorados. La Oficina del Ministerio de la Familia identificará la mejor manera de apoyar a todas las familias, enfocándose especialmente en cerrar cualquier brecha real o percibida entre parroquias y escuelas que operan en el mismo campus. La Oficina del Culto Divino reforzará nuestro compromiso continuo con la prioridad de contar con liturgias vibrantes. Por último, la Oficina de Vida, Justicia y Paz reunirá a los ministerios que apoyan los esfuerzos de la Iglesia en favor del bien común. Específicamente, esta oficina se enfocará en iniciativas que cuentan con el mejor apoyo en toda la Arquidiócesis, desde retiros de sanación después del aborto hasta el ministerio para los encarcelados y el Campamento GLOW. Y trabajará en estrecha colaboración con Caridades Católicas, Catholic Relief Services y la Conferencia Católica de Maryland para involucrar a los feligreses y pastorados en estos esfuerzos.
Las consideraciones anteriores me llevan ahora a contemplar nuevamente las prioridades fundamentales de la misión. Si bien estas prioridades surgieron de LVR, de hecho tomaron forma a medida que avanzaba el proceso de planificación pastoral. Ellas ofrecen una visión de cómo es un pastorado que experimenta una auténtica “conversión misionera”.23 Habrá quien vea en estas prioridades solo una lista de cualidades reunidas al azar, que a algunos les gustaría ver en sus parroquias. Otros pueden verlas como abstractas y difíciles de poner en práctica. En realidad, son guías para ayudar a las parroquias a crear ese ambiente familiar que es tan propicio para una fe y adoración que se manifiestan en servicio a los necesitados y en actividad misionera. Aquí tampoco debemos pensar demasiado estas prioridades o complicarlas innecesariamente. Ellas simplemente indican los rasgos de una parroquia que está viva y saludable. Estas prioridades describen metas pastorales que pueden, según el caso, transformar la forma en que una parroquia concreta conduce sus diversos ministerios. Estas prioridades requieren que el clero y los laicos juntos participen en un discernimiento continuo sobre cómo hacer resplandecer las diversas comunidades parroquiales de esta Arquidiócesis.
Primero está la celebración de la liturgia, especialmente la liturgia eucarística. La Eucaristía es el corazón de cada parroquia. Al proclamar la Palabra, al participar en el sacrificio de amor de Jesús, su muerte y resurrección, y al recibir el Cuerpo y la Sangre del Salvador, entregados por nosotros, las comunidades parroquiales están unidas en amor mutuo y entregado. En otros lugares, la liturgia se describe como “el sol en el cielo” sin el cual la vid, es decir, la Iglesia, “no puede echar raíces, crecer ni dar fruto”. La manera como se celebra la liturgia en nuestras parroquias es muy importante. Para la mayoría de los católicos, la misa dominical es el punto de contacto con la Iglesia. Una predicación reflexiva, hermosa música litúrgica, la reverencia por el Cuerpo y la Sangre del Señor, y la reverencia mutua atraen e impactan al Pueblo de Dios. Cada parroquia debe someterse a un examen de conciencia litúrgica, entendiendo que lo que pudo haber parecido contemporáneo o relevante hace años, ahora puede haberse vuelto trillado o incluso sin sentido para la gente de hoy. ¿Nuestra celebración de la liturgia ayuda a formar, hacer y enviar discípulos misioneros? ¿Ayuda a nuestra gente a vivir la vida cristiana? ¿La levanta de sus preocupaciones cotidianas y la ayuda a participar en la liturgia eterna del cielo? ¿Hace que la gente quiera volver semana tras semana?
La segunda prioridad es la bienvenida y hospitalidad. Quienes vienen a nuestras parroquias deben recibir una cálida bienvenida. Las parroquias no sólo deben ser lugares cálidos y amigables, sino que también deben fomentar una cultura de hospitalidad que dé la bienvenida tanto a los recién llegados como a los feligreses de siempre. La hospitalidad parroquial puede comenzar con un simple apretón de manos en la puerta de la iglesia o una taza de café en el pasillo, pero debe extenderse hasta conocer los nombres de los feligreses, saber algo sobre ellos y estar abiertos a sus dones y necesidades pastorales. Es necesario abrir cada “círculo cerrado” en la vida parroquial; es decir, aquellos que realizan varios ministerios y funciones, y aquellos en el liderazgo, deben estar abiertos a otros feligreses o a nuevos feligreses que deseen participar. La cultura de la hospitalidad también debe extenderse a aquellos que están encontrando su camino de regreso a la Iglesia. Así como Jesús “vino a llamar a los pecadores”, también debemos darnos la bienvenida unos a otros en el amor reconciliador que Él nos ha prodigado. No debemos subestimar lo difícil que es regresar para quienes han estado fuera. Algunos piensan que los regañarán si se presentan, mientras que otros creen que, cuando se fueron, nadie los extrañó. De ahí la importancia de contactar a todos los feligreses, activos e inactivos, simplemente como un acercamiento, sencillamente para hacerles saber que son bienvenidos, para preguntarles qué pueden necesitar. Además, una parroquia verdaderamente hospitalaria busca eliminar el racismo y la xenofobia, incluso en sus formas más sutiles. La hospitalidad exige que reconozcamos que todos somos hermanos en Cristo, el Hijo de Dios encarnado. Por lo tanto, a través de la hospitalidad genuina, la luz de Cristo brillará más intensamente en y a través de la comunidad parroquial.
La tercera prioridad pastoral es el encuentro. El Papa Benedicto XVI dijo una vez: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”.24 Más de una vez, el Papa Francisco ha repetido esta verdad fundamental mientras nos insta a usted y a mí a abrir nuestros corazones en el encuentro amoroso con el Señor Jesucristo. Dicho de otra manera, Cristo no puede seguir siendo para nosotros una figura lejana de la historia. Por el contrario, está vivo, está presente para nosotros, y es el amante de nuestras almas, la luz resplandeciente en el centro de nuestro ser. Por la presencia del Espíritu Santo, nuestras parroquias deben ser esos lugares de encuentro con la gracia. Toda faceta de la vida parroquial debe apuntar a permitir que cada miembro de la parroquia abra su corazón al Salvador y se vuelva profundamente consciente del amor personal del Salvador por ellos y sus familias. Una vez que hemos encontrado la presencia viva del Señor en el poder del Espíritu Santo, todo lo relacionado con nuestra fe cobra vida: la Palabra de Dios, la celebración de la liturgia y los sacramentos, la enseñanza moral de la Iglesia, el arte de orar bien y amar, y el servicio a los necesitados. Cuando una masa crítica de feligreses ha encontrado a Cristo y se renueva en su amor, entonces la parroquia se transforma, por así decirlo, de adentro hacia afuera.
La cuarta prioridad es el acompañamiento, una palabra que proviene del “léxico pastoral” del Papa Francisco. No es difícil de entender. Si alguna vez has tenido que ir a una reunión difícil, seguro que apreciarás que un amigo se ofrezca a acompañarte. O si te encuentras en el hospital, qué consuelo es cuando un amigo viene a estar contigo, no para hablar todo el día o para trabajar, sino simplemente para estar presente. Estos días nos encontramos en una situación difícil, debido al COVID-19, pero también a una serie de factores sociales, como dificultades económicas, desafíos en la crianza de los niños, violencia en los barrios, etc. Como comunidad de la Iglesia, debemos asegurarnos de caminar juntos, ayudándonos unos a otros en la ruta llena de baches que es la vida, asegurándonos de no dejar al prójimo detrás. Por tanto, el acompañamiento significa que, como discípulos misioneros, nos ayudamos unos a otros, de igual a igual, a crecer espiritualmente y a vivir el Evangelio más plenamente, a través de la oración, los sacramentos, la formación en la fe25 y la amistad. Una forma importante de hacer esto es participando en pequeños grupos de fe. La confianza y el apoyo entre los compañeros de viaje aumenta cuando oran juntos, reflexionan sobre las Escrituras, y hablan sobre las gracias y los desafíos que experimentan como discípulos del Señor y como miembros de su Iglesia.
La quinta prioridad es el envío. El Papa Francisco nos recuerda que las parroquias deben ser centros de intensa actividad misionera. Lejos de ser comunidades autocontenidas y autosatisfechas, las parroquias deben estar constantemente en salida; deben llegar no solo a los feligreses que ya practican la fe, sino también a aquellos que, por cualquier razón, se mantienen alejados. Así también (como señalé anteriormente), la parroquia debe involucrarse en las necesidades sociales y caritativas de la comunidad en general. Sin embargo, las buenas intenciones son insuficientes. Los feligreses deben estar convencidos y comprometidos con el impulso misionero de la Iglesia y con nuestra obligación de salir “hasta los confines de la tierra” (Hechos 1:8). Esto significa que una parroquia debe estar compuesta por “discípulos misioneros”, seguidores de Cristo, y miembros de Su Cuerpo, la Iglesia, que estén equipados para participar en el testimonio personal, el servicio, la amistad y las invitaciones para “venir y ver” (Jn 1:39).
Por último, está el apoyo a la misión. En otros lugares, el apoyo a la misión se describe como el “enrejado” que sostiene la vid fructífera que debe ser toda parroquia. Se refiere a todo lo necesario para apoyar la misión de la parroquia: finanzas, recursos humanos, desarrollo, edificios, comunicaciones y más. Desafortunadamente, en tiempos de necesidad económica, el apoyo a la misión puede convertirse en una preocupación que nos consume, como si fuera un fin en sí mismo. La experiencia enseña, sin embargo, que cuando la misión avanza bien, con sabiduría y generosidad, el apoyo a la parroquia a menudo aumenta. Uno de los deberes más difíciles del liderazgo parroquial es pedir a los feligreses que mantengan y aumenten su apoyo. Sin embargo, cuando tales solicitudes se relacionan directa y responsablemente con la misión y vitalidad de la comunidad parroquial, la respuesta tiende a ser más generosa.
Puedo reportar que, desde la publicación de LVR, se ha trabajado mucho y hemos tenido una buena medida de progreso. Se decidió que el proceso de planificación pastoral se desarrollaría en tres fases. Las parroquias se agruparon en cada fase de acuerdo con su disponibilidad y, en algunos casos, en vista de las jubilaciones del clero y otros cambios de personal. Después de un estudio cuidadoso, se determinó qué comunidades parroquiales se unirían con otras en pastorados bajo el liderazgo de un párroco y cuáles permanecerían como parroquias “independientes”. Se seleccionó un grupo de parroquias piloto y gradualmente se desarrolló—con aportes de párrocos y parroquias—un proceso para ayudar a los párrocos y al liderazgo parroquial a iniciar el proceso de planificación pastoral. Es cierto que fue un proceso de prueba y error, y todavía queda mucho por aprender.
Entre las lecciones aprendidas está la del valor de los grupos de párrocos y pastorados diversos, que se unen para la oración, la reflexión y el diálogo. Al principio, puede haber parecido que la planificación pastoral es un ejercicio controvertido y solitario, un trabajo interminable e ingrato para un párroco y sus colaboradores. Sin embargo, a medida que los párrocos y sus equipos comenzaron a discutir entre ellos tanto sus desafíos como sus posibilidades a futuro, sintieron el apoyo mutuo y comenzaron a conocerse entre sí. Si bien nuestras comunidades parroquiales son diversas, hay, no obstante, muchos puntos en común. Por lo tanto, la forma y el contenido de estas sesiones se desarrollaron y mejoraron con el tiempo, debido a la experiencia y la retroalimentación de los participantes. Si bien todavía es un trabajo en progreso, estas sesiones son un recurso importante para la planificación pastoral en los años venideros.
Otra lección aprendida de nuestra experiencia hasta ahora es la importancia de contar con la ayuda de facilitadores en las discusiones que se tengan en cada uno de los pastorados. Es comprensible que la planificación pastoral sea la fuente de cierta ansiedad en las comunidades parroquiales, particularmente si dos parroquias distintas se fusionan o si se cierra un sitio de culto parroquial. La facilitación permite a los líderes parroquiales—clero y laicos—así como a los feligreses, expresar sus puntos de vista con calma y de manera ordenada. Ella también establece las condiciones para recibir nueva información y perspectivas sobre la situación actual de las parroquias, y posibilidades a futuro. Además, estas discusiones ayudan a aliviar el desafío de reunir a diversas comunidades parroquiales que, en los años venideros, adorarán y trabajarán como una sola.
Al mismo tiempo, se ha hecho evidente que debe haber un mayor contacto entre las parroquias y los servicios ofrecidos por el Departamento de Evangelización, específicamente en aquellos componentes de la vida parroquial que se relacionan con las seis prioridades fundamentales de la misión. Quizás aún más importante, ha surgido la necesidad de una formación permanente y un acompañamiento más cercano en el proceso de planificación pastoral. Aquí he mencionado varios recursos recientes que están disponibles, pero se necesita más que recursos. En verdad, tanto los párrocos como los equipos de evangelización que se están formando deben caminar juntos, compartiendo los dones del Espíritu Santo, siendo confirmados en el kerigma, y renovando el celo misionero.
Otro factor —y muy importante— en la planificación parroquial se relaciona con las realidades de nuestros sacerdotes. Es comprensible que algunos párrocos que están en edad de jubilación se muestren reacios a comenzar el proceso de planificación pastoral. En otras ocasiones, la planificación pastoral se vuelve urgente, especialmente cuando un sacerdote muere inesperadamente o sufre un deterioro de su salud. Si bien estamos bendecidos con un buen número de seminaristas (54 en el momento de escribir este artículo) y una mayor presencia de congregaciones religiosas en las parroquias de la Arquidiócesis, también es verdad que nuestra capacidad para asignar sacerdotes a las parroquias es escasa, por lo que muchos de nuestros sacerdotes están haciendo servicio doble o incluso triple. Deseo reconocer y agradecer a mis hermanos sacerdotes por su generosidad y bondad, incluidos muchos sacerdotes jubilados que continúan ayudando en las parroquias de la Arquidiócesis.
Otra faceta más de la planificación pastoral es la importancia de contar con buenos datos. Esto incluye información demográfica general sobre el área cubierta por cada pastorado, así como datos precisos del censo parroquial, asuntos financieros y situación de las instalaciones. Permítame una palabra sobre cada uno de estos.
Datos demográficos: Lamentablemente, algunas áreas de la Arquidiócesis se han despoblado, generalmente debido al deterioro de los vecindarios o la falta de oportunidades económicas y laborales. No obstante, la gente sigue viviendo en esos barrios y es importante que nos esforcemos por no dejar a nadie atrás. Otras áreas de la Arquidiócesis están creciendo rápidamente a medida que se construyen nuevas viviendas en los condados y zonas de la ciudad de Baltimore experimentan un crecimiento sostenido. Es importante que, donde ha ocurrido tal crecimiento, las parroquias lleguen a los residentes a medida que se mudan a estos vecindarios recientemente desarrollados o remodelados.
Datos del censo parroquial: Es vital que no solo sepamos cuántos feligreses hay, sino que también debemos saber quiénes son.26
Datos financieros sólidos: Esto debe ir acompañado de un sentido realista de la capacidad de cada parroquia para cumplir con sus obligaciones.
La condición de los edificios parroquiales: Si bien el proceso de planificación pastoral no se trata per se de edificios, no podemos dejar de tener en cuenta que algunas estructuras han dejado de ser útiles y de hecho se han convertido en una responsabilidad financiera para las parroquias.
Además de los grupos piloto, otros tres grupos de parroquias han entrado en el proceso de planificación parroquial. Por tanto, el progreso ha sido lento pero constante. Como se señaló anteriormente, dificultades con la disponibilidad de sacerdotes y otros factores han ocasionado algunos retrasos, pero ahora es el momento de revitalizar la planificación pastoral con un propósito renovado. Me gustaría mucho ver más parroquias entrar en el proceso y estoy seguro de que el nuevo Instituto para la Evangelización continuará mejorando y apoyando este proceso para las parroquias.
Mientras las comunidades parroquiales emprenden diligentemente este trabajo de planificación pastoral, lidiamos también con sombras persistentes y crecientemente profundas—desafíos internos y externos que obstaculizan la misión de la Iglesia. Sin embargo, incluso en medio de estos desafíos, percibimos con los ojos de la fe “los primeros rayos de la aurora” (2 Pe 1:19) cuando la luz de Cristo amanece de nuevo sobre nosotros. Porque, como dijo Jesús, “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, tendrá luz y vida “(Jn 8:12). En este espíritu de fe consideremos, pues, algunas de las sombras y luces que la Iglesia está experimentando en estos días.
Primero, la crisis de COVID-19 ha proyectado una sombra larga y persistente sobre el mundo entero y sobre cada una de nuestras comunidades locales. Esta pandemia mundial ha cobrado un gran precio en vidas humanas, ha dejado a muchas personas gravemente enfermas y ha alterado radicalmente la forma en que vivimos, trabajamos y adoramos a Dios. A estas alturas, todos estamos muy familiarizados con las restricciones sobre el número de personas que pueden asistir a misa y las precauciones de seguridad que existen. Como resultado, la asistencia a misa, que ya estaba disminuyendo antes de la pandemia, ha sufrido una caída adicional. No obstante, la luz de Cristo sigue brillando entre nosotros. Porque, a pesar de los severos desafíos, el liderazgo parroquial ha dado un paso al frente. En toda la Arquidiócesis, las parroquias implementaron directivas de seguridad y encontraron nuevas formas de llegar a los feligreses, especialmente a través de la transmisión en vivo de las misas, convocando reuniones parroquiales y sesiones de escucha en Zoom, árboles telefónicos, ayuda a los enfermos y moribundos, confesiones en los estacionamientos, incluso adoración eucarística desde el estacionamiento, y mucho más. Aprovecho esta oportunidad para agradecer a mis colaboradores en la viña del Señor por su arduo trabajo durante el desafiante año 2020 y más allá.
Haciéndome eco del Papa Francisco, agregaría que esta pandemia, por terrible que sea, representa una oportunidad única para reevaluar nuestras “costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial”, para que se conviertan en un “cauce adecuado para la evangelización del mundo actual”.27 De hecho, debemos desconfiar de nuestra inclinación a volver a como eran las cosas antes de la pandemia. Más bien, debemos reconocer que algunas actividades y programas parroquiales ya no son evangelizadores ni fructíferos. Por tanto, debemos aprovechar esta oportunidad como un momento de “conversión pastoral”, para usar el lenguaje del Papa Francisco, yendo más allá de “la mera repetición de actividades sin incidencia en la vida de las personas concretas, [que resulta en] un intento estéril de supervivencia, a menudo acogido con una general indiferencia”.28 Este no es, por tanto, momento para la nostalgia ni para la añoranza por los “viejos tiempos”, sino más bien un momento para llegar con valentía a todos los que viven dentro de los límites de nuestra parroquia y a aquellos que se nos han unido por internet. Más aún, el dar esperanza a las personas en tiempos de crisis es fundamental para nuestra identidad como Iglesia. Esto es lo que Jesús nos ofrece y esto es lo que, por nuestra parte, debemos ofrecer a los demás en fiel testimonio de lo que hemos recibido. Como testigos de la esperanza que nos brinda la muerte salvadora y la resurrección de Jesús, debemos reconocer que el mundo ha cambiado, y debemos discernir entre nosotros las oportunidades evangelizadoras que nos presenta este momento desafiante. Hemos descubierto nuevas formas de conectarnos con nuestra gente y reconocemos que muchas personas han experimentado un hambre eucarística renovada y un deseo de comunidad. Más adelante, describiré las formas en que podemos hacer esto a través de una nueva iniciativa, “Encuentro con la Presencia de Cristo: Un Año de la Eucaristía” (cf., infra, “¿A dónde vamos desde aquí?”) que tiene como objetivo enfocar nuestros ministerios evangelizadores en la Eucaristía, “fuente y cumbre” de la vida de la Iglesia.29
En segundo lugar, durante las últimas décadas, el escándalo ha acosado seriamente a la Iglesia. Recientemente, el Vaticano emitió el “Informe McCarrick” que detalla cómo un sacerdote abusivo ascendió a la cima del poder en la Iglesia antes de su caída en desgracia. La crisis de abuso sexual ha cobrado un precio inmenso en la misión de la Iglesia, incluida la pérdida de confianza y de miembros, y un rechazo amplio a las enseñanzas de la Iglesia sobre la moral sexual. Sin embargo, incluso en este asunto tan difícil, no debemos dejar de ver en la luz y amor de Cristo la promesa de un día mejor, especialmente para aquellos que han sido perjudicados por el clero abusivo y por la falta de atención de los líderes de la Iglesia a su difícil situación. Se están realizando muchos esfuerzos para combatir el abuso y llegar a las víctimas que lo han sobrevivido. Aquí debemos pedir la gracia de la perseverancia. La Iglesia debe continuar haciendo todo lo que esté en su poder para prevenir el abuso, abordarlo de manera efectiva sin importar cuándo ocurrió, y tender la mano con compasión a todos los que sufren a causa de él. No debemos rehuir hablar de este tema con honestidad y debemos estar listos para explicar cómo, durante muchas décadas, la Iglesia ha tratado de abordarlo.
En tercer lugar está la necesidad de una reforma de la Iglesia, lo que está relacionado con el segundo punto, pero abarca mucho más. A medida que avanzamos hacia el futuro, la Iglesia debe continuar combatiendo el clericalismo y desarrollar e implementar nuevas estructuras de responsabilidad, ya sea para la conducta de sus representantes, el uso de los recursos, o la solidez de la formación que se ofrece a quienes la representan (sean clero o laicos). Este es un desafío perenne que la Iglesia debe abordar continuamente por el bien de la misión. Con la ayuda de la gracia de Dios, debemos eliminar todos los obstáculos que impiden que los católicos y las personas de buena voluntad abracen y vivan la fe.
Cuarto, la Iglesia se encuentra en una atmósfera cultural cada vez más secular que es indiferente u hostil a la fe religiosa. Un número creciente de personas ya no cree en Dios o vive como si Dios no existiera. A medida que la incredulidad y la oposición a la fe ejercen una influencia cada vez mayor en la cultura, las contribuciones de la doctrina social de la Iglesia a las leyes y políticas, y a las necesidades de la sociedad, son cada vez menos bienvenidas. Como resultado, no solo se está erosionando la influencia de la Iglesia en la vida y opinión pública, sino que también la misión de la Iglesia se vuelve más difícil. Sin embargo, tengamos buen ánimo. Los apóstoles llevaron adelante su ministerio en el Imperio Romano, que era pagano. Incluso cuando sus esfuerzos no parecían exitosos o se enfrentaban a la persecución, ellos se regocijaban y seguían adelante llenos de gozo y entusiasmo. Necesitamos seguir su testimonio tal como se nos presenta en, por ejemplo, el libro de los Hechos de los Apóstoles.
En quinto lugar, los cambios profundos en cómo se comparte y procesa la información y la opinión a veces parecen eclipsar nuestros esfuerzos por evangelizar. La tecnología está cambiando las categorías en las que la gente piensa y cómo procesa la información. Para muchos, especialmente los jóvenes, el vocabulario de las Escrituras, la enseñanza de la Iglesia, y los sacramentos pueden parecer ahora casi como un idioma extranjero. Confiados en que ninguna oscuridad puede apagar la luz de Cristo, debemos continuar discerniendo cuál es la mejor manera de evangelizar. Al hacerlo, no debemos derribar la estructura de la enseñanza de la Iglesia, sino construir puentes hacia ella, para ayudar a las personas de hoy a comprender su significado esencial. También debemos apelar a la humanidad subyacente de aquellos a quienes evangelizamos, porque en medio de los profundos cambios que se están produciendo, la necesidad de amar y ser amado permanece constante, al igual que la necesidad de creer en alguien o en algo. Veamos, por ejemplo, los letreros que uno ve a menudo en casas y jardines, letreros que proclaman una especie de “credo” secular. Lo que quiero señalar aquí es que, por naturaleza, las personas tienen una necesidad de creer, una necesidad a la que debemos acceder.
En sexto lugar, la Iglesia ofrece su ministerio en una sociedad profundamente polarizada, un hecho que quedó dolorosamente claro en las últimas elecciones. Esta división, lamentablemente, se ha abierto camino en la Iglesia misma, ya que muchas personas se sienten más cómodas con sus puntos de vista políticos que con la auténtica enseñanza de la Iglesia. Sin embargo, aquí también debemos percibir la luz de Cristo mientras buscamos un terreno común siempre que sea posible. Como escribió el Papa Francisco en Fratelli Tutti, los hombres son capaces de proponer “objetivos comunes, más allá de las diferencias, para conformar un proyecto común”.30 Con respeto por las personas de buena voluntad, el liderazgo de la Iglesia debe esforzarse continuamente por entablar un diálogo y compartir la sabiduría y el amor de la enseñanza social de la Iglesia, una enseñanza que abarca todo el espectro político de los Estados Unidos. Tampoco podemos limitar esos esfuerzos sólo a los ciclos electorales. Más bien, debemos transmitir y defender la doctrina social de la Iglesia y sus cuatro principios fundamentales todo el tiempo, para que todo el Pueblo de Dios pueda absorberlos y ponerlos en práctica. Después de todo, el rol principal de los laicos es ayudar a crear una sociedad que sea justa, compasiva, y que viva en paz.
Por tanto, toda la Iglesia tiene un papel importante que desempeñar en la curación de las divisiones en la sociedad. Reitero que la doctrina social de la Iglesia ofrece una visión coherente y no partidista de la vida pública, que respeta la dignidad de cada persona y promueve el bien común. La Iglesia juega un papel importante en la defensa de la vida humana vulnerable y de nuestras libertades fundamentales. Si bien debemos reconocer los defectos en nuestras estructuras gubernamentales y las fallas de nuestra sociedad para vivir de acuerdo con sus ideales más elevados, también debemos preocuparnos por proteger nuestras libertades otorgadas por Dios y garantizadas constitucionalmente, como la libertad religiosa, la libertad de reunión y la libertad de expresión. No debemos dudar en permitir que la luz de la fe y la razón brille a través de nosotros sobre la sociedad en general.
Sin embargo, no pensemos que llegará un momento en que todas las respuestas a estos y otros desafíos estarán perfectamente establecidas. La barca de Pedro siempre vivirá la turbulencia de los mares de la cultura y la historia, y siempre habrá una cualidad provisional en nuestros esfuerzos de reforma y renovación. Como resultado, no podemos esperar hasta que las condiciones sean ideales para poner manos a la obra y entregarnos de todo corazón a la misión evangelizadora. Permítaseme volver a enfatizar que ninguna de estas “sombras”, ni todas juntas, constituyen una buena razón para que demoremos o pospongamos la misión evangelizadora de la Iglesia. La misión es de Cristo y sigue siendo válida y urgente. Una de las palabras más frecuentes en las Escrituras y en los primeros escritores cristianos es “hoy”. Hoy, ahora, es el momento de llevar a cabo el mandato del Señor de difundir el Evangelio de la manera más amplia y profunda posible. Si bien hablamos con razón del Reino de Dios como “ya” inaugurado, pero “todavía no” cumplido, en ninguna parte la Tradición de la Iglesia habla de un “¡ahora no!” Más bien, “Este es el momento favorable; este es el día de la salvación “(2 Cor 6:2).
Cuando los apóstoles predicaron la Buena Nueva después de Pentecostés, su mensaje fue ciertamente contracultural, especialmente cuando la fe se extendió más allá de Jerusalén hacia el corazón del Imperio Romano. La fe era contracultural cuando nuestros antepasados la predicaron en esta sociedad, que entonces estaba dominada por el partido de los Know-Nothings y por un prejuicio general contra los católicos y los inmigrantes. No sorprende, entonces, que la cultura moderna también nos presente una gran cantidad de desafíos. Le debemos al Señor y al Pueblo de Dios no eludir esos desafíos, sino abordarlos con una fe profunda y viva en la Persona de Cristo, con confianza en la solidez de las enseñanzas de la Iglesia, y con un amor que a ninguno de nuestros oponentes puede ofender.
Finalmente, permítanme mencionar una sombra muy profunda que siempre será parte de nuestras vidas como seguidores de Cristo. San Pablo lo identifica en su carta a los Efesios: “Pues no nos estamos enfrentando a fuerzas humanas, sino a los poderes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras, los espíritus y fuerzas malas del mundo de arriba.” (Ef 6:12). Nuestros adversarios no son todos terrenales. Satanás y sus secuaces continúan librando la guerra contra los seguidores de Cristo y contra su Iglesia, y esta “lucha” no es simplemente una sombra entre muchas, sino que está íntimamente conectada con cada una de las demás sombras. No en vano, la Secuencia de Pascua habla de “un imponente duelo” entre el “Autor de la Vida”, el Cristo, y Satanás. Jesucristo conquista el pecado, la muerte y a Satanás—lo que está en el corazón del kerigma que proclamamos. Es por esta razón que todo discípulo debe reconocer con sinceridad la realidad de Satanás y el pecado. No debemos sorprendernos si nuestro testimonio de fe es costoso, si encontramos oposición y resistencia, y si tenemos que soportar el sufrimiento por causa del Evangelio. Después de todo, el Señor nos indicó que a menos que estemos dispuestos a “tomar nuestra cruz y seguirlo”, somos indignos de ser sus discípulos (Mt 10:38). San Pablo nos insta a “soportar las dificultades como un buen soldado de Cristo Jesús” (2 Tim 2:3). Como los primeros cristianos, debemos alegrarnos por ser “considerados dignos de sufrir por el Nombre de Jesús” (He 5:41), convencidos como estamos, de que por Cristo “lo que fue hecho tenía vida…, y para los hombres la vida era luz. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.” (Jn 1:4-5).
Mientras sobrellevamos todo lo que ha sucedido y reflexionamos sobre la situación de la Iglesia en el mundo, surge la pregunta inevitable: “¿A dónde vamos desde aquí?” He conversado sobre esa misma cuestión con los sacerdotes y diáconos de la Arquidiócesis, así como con el Consejo Pastoral Arquidiocesano. Existe, por ejemplo, una preocupación generalizada entre los líderes parroquiales de que, después de COVID, la asistencia a la misa no se recuperará y que muchos feligreses se contentarán con ver la misa en línea en lugar de asistir en persona. Después de todo, es mucho más conveniente quedarse en casa y ver la Santa Misa en el sofá tomando una taza de café, que vestirse un domingo por la mañana y llevar a la familia a la iglesia. A medida que ir de compras y hacer negocios se convierte cada vez más en una realidad en línea, también existe la preocupación de que los feligreses puedan llegar a considerar a sus iglesias parroquiales como a las “grandes tiendas”: bueno que estén allí, pero no muy frecuentadas. Es cierto que las misas transmitidas en vivo nos ofrecen nuevas oportunidades para llegar a quienes no asisten a la iglesia; no obstante, también tenemos que reconocer que muchos no ven la diferencia entre una misa virtual y una misa con una asamblea de adoración en la que se recibe a Nuestro Señor en la Sagrada Comunión.
Queda por ver cuán fundamentadas están tales preocupaciones. Ya desde antes de la pandemia actual la asistencia a misa estaba disminuyendo. Además, como muestra una encuesta reciente del Pew Research Center, la creencia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ha disminuido.31 Este lamentable fenómeno es, en parte, el resultado de una catequesis defectuosa y fallas en la evangelización. A veces se plantean disyuntivas falsas entre, por un lado, la misa como la representación viva del Sacrificio Pascual del Señor, y por el otro, la misa como una comida sagrada. Algunos vieron la adoración eucarística como quitarle su lugar a la celebración de la Eucaristía—no como una ayuda para la fe, la devoción y la participación en la liturgia eucarística. En lugar de juntar todos los componentes de la doctrina eucarística en un todo integral, esos componentes a veces se oponen entre sí, en detrimento de la misión evangelizadora y catequética de la Iglesia.
Al mismo tiempo, este desafío es más que una cuestión de catequesis defectuosa. Como se señaló anteriormente (cf. supra, “Sombras y luces”), el advenimiento del ciberespacio y la sustitución de lo virtual por lo real está cambiando las categorías en las que las personas piensan, cómo absorben y procesan la información y lo que consideran real versus no real. Esto plantea un desafío adicional para aquellos que evangelizan y catequizan. Es importante comprender este fenómeno cultural (que se encuentra en pleno desarrollo) y tratar de tender un puente desde la predicación, la evangelización y la instrucción. Sin embargo, también es cierto que ningún puente sustituye nuestra propia fe vibrante en la presencia intensamente personal y absolutamente real de Cristo en la Sagrada Eucaristía. A fin de cuentas, ninguna categoría humana expresa completamente este misterio. Más bien, debemos dar testimonio de nuestra fe eucarística en la manera como oramos y vivimos.
Mientras mis hermanos sacerdotes y yo reflexionábamos sobre estos y otros desafíos, surgió la propuesta de que la Arquidiócesis de Baltimore celebrara un año dedicado a evangelizar y catequizar sobre el Santísimo Sacramento del Altar. La propuesta se titula “Encuentro con la presencia de Cristo: Un año de la Eucaristía” y obtuvo una aprobación generalizada y entusiasta. Sin embargo, a medida que avanzaba el trabajo para organizar las actividades del año eucarístico propuesto, pronto se hizo evidente que se necesitaba más preparación, más trabajo preliminar. Así como es necesario preparar el terreno antes de construir una casa o un edificio comercial, también se considera necesario pasar un año “preparando el terreno” para lo que será un esfuerzo de varios años para evangelizar y catequizar sobre la Eucaristía.
¿Cómo se debe “preparar el terreno”?
Primero están los esfuerzos continuos por restaurar la confianza que ha sido destruida por el abuso sexual de miembros del clero y por continuar el trabajo de reforma en marcha.
Segundo tenemos los esfuerzos para llegar a todos nuestros feligreses, activos e inactivos, para renovar y fortalecer tantas relaciones de confianza como sea posible.
Tercero está la necesidad de ayudar a las personas, quizás a través de una simple invitación a desarrollar el hábito de la oración diaria, a discernir los verdaderos deseos de sus corazones—sobre todo, su hambre y sed del amor de Dios, un anhelo que la Eucaristía satisface.
Cuarto, ayudar a las personas a eliminar de sus vidas, en la medida de lo posible, los obstáculos al amor del Señor y a su participación plena y activa en la Iglesia; esto es como quitar las rocas que se puedan encontrar en un sitio de construcción.
Quinto, dar testimonio convincente de la misericordia del Señor, de su amor profundamente personal por cada uno de nosotros, y de su hambre y sed de nuestro amor, para así llevar a quienes servimos hacia la reconciliación sacramental y la liberación del pecado.
Sexto, compartir con otros nuestro propio gozo y asombro eucarístico a medida que avanzamos en nuestra vida diaria.
Este es el tipo de actividades que cada parroquia debería emprender en el año 2021, en preparación para lo que algunos llaman “Proyecto de Avivamiento Eucarístico”.
Mis colaboradores han pensado y orado mucho sobre cómo se desarrollaría esta iniciativa en la Arquidiócesis de Baltimore. Entre otras cosas, se propone estudiar, reflexionar, predicar y enseñar las múltiples formas en que Cristo está presente en la Eucaristía: en la Palabra proclamada; en el ministro celebrante; en la asamblea de adoración; y, sobre todo, en las especies eucarísticas, el pan y el vino transformados totalmente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo.
A medida que nos adentramos en el 2021, es probable que continúen las restricciones sobre el número de fieles que pueden asistir a misa. No obstante, podemos comenzar desde ahora a “preparar el terreno”. Con ese fin, se elaborarán sugerencias y recursos para este año preparatorio, los cuales serán diseñados para ser adaptados por cada parroquia.
Y no estamos solos. Otros obispos y diócesis de todo Estados Unidos comparten nuestra preocupación por el “futuro eucarístico” de la Iglesia. Como resultado, el obispo Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles, ha propuesto que los obispos de los Estados Unidos participen en un “Proyecto de Avivamiento Eucarístico” de varios años. Aquí, en la Arquidiócesis de Baltimore (y en las diócesis de los Estados Unidos, si la propuesta nacional prospera) nos uniremos para trabajar juntos con el propósito de revivir y renovar la fe eucarística de nuestro pueblo. Esto incluirá compartir recursos para la evangelización eucarística y la catequesis en parroquias y diócesis. También culminará en algo semejante a congresos eucarísticos locales y un congreso eucarístico nacional.
En los santuarios de nuestras iglesias y capillas una lámpara arde perpetuamente, una llama parpadeante que señala la presencia reservada de Jesús en el Santísimo Sacramento. Unamos nuestra esperanza y oración para que, en el poder del Espíritu Santo, “avivemos el fuego” (2 Tim 1:6) de nuestra fe eucarística, de modo que brille con fuerza en cada pastorado, en cada barrio, y en cada rincón de esta Sede Primada de la Iglesia en Estados Unidos.
La Segunda Carta de San Pedro nos enseña que “el mensaje profético” del Evangelio es “algo totalmente confiable” y nos instruye a mantener nuestra atención estrechamente centrada en él, “como una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que aparezcan los primeros rayos del alba y el lucero de la mañana salga en sus corazones” (2 Pe 1:19-20). Esa oscuridad toma muchas formas, incluido el pecado, el escándalo, las crisis y las divisiones que marcan la vida contemporánea. Como cristianos católicos y como miembros de la Arquidiócesis de Baltimore, los invito, como de hecho me insto a mí mismo, a volver a enfocar los ojos de nuestras almas en “la luz verdadera que ilumina a todos los que vienen al mundo” (Jn 1:19). Cristo es la única luz que nos guía, no solo en nuestro camino por la vida, sino también en nuestro camino desde el tiempo hacia la eternidad.
En su Tratado sobre el Evangelio de San Juan, San Agustín le pide al pueblo de Hipona, en el norte de África, “amen conmigo y, creyendo, corran conmigo; anhelemos nuestra patria celestial, suspiremos por nuestro hogar celestial”. San Agustín nos invita a vivir como un pueblo de esperanza que aguarda con ansias el día en que contemplemos la Palabra, ese día feliz “cuando veremos la luz misma en toda su pureza y brillo”. Y agrega: “Es para ver y experimentar esta luz que ahora estamos siendo limpiados”.32
Hago mío el llamamiento del venerado obispo de Hipona, San Agustín. Porque en verdad describe la misión que se abre ante nosotros. Esa misión es aferrarse a la luz del Evangelio tal como está contenida en la Eucaristía y, luego, en la gracia del Espíritu Santo, permitir que esa luz irradie en nosotros y a través de nosotros a quienes nos rodean. Nuestra misión es ser limpiados e iluminados mientras caminamos con otros que también están siendo limpiados, iluminados y preparados para mirar con gozo inexpresable a Aquel que es “Dios de Dios, luz de luz”.
Queridos hermanos y hermanas, el tiempo es corto y mi llamado es urgente. ¡Vengan, caminemos en la luz del Señor! (Is 2:5)
María, estrella de la evangelización, ruega por nosotros.
Baltimore, Maryland, Solemnidad de la Epifanía, 3 de enero de 2021.
Reverendísimo William E. Lori, S.T.D.
Arzobispo de Baltimore